Aristóteles y la economía, valor de uso versus valor de cambio

Yueh Chiang/Shutterstock

Partamos de que una cosa es justamente la cosa que es. Mi chaqueta negra, por ejemplo. Es valiosa por sus cualidades específicas: su color, su tacto, su abrigo. Las cosas tienen valor en razón de sus cualidades distintivas. La chaqueta no vale lo mismo que el billete de diez euros que me sirvió para comprarla. El billete de diez euros ni me abrigaría ni me serviría en realidad para otra cosa que no fuese comprar algo que pueda usar en mi vida cotidiana. Si las cosas tienen valor de uso, el dinero tiene solo valor de cambio.

Economía ‘incrustada’

En una situación en la que no existe el dinero en su definición estricta –y esta era la situación de la Grecia arcaica y clásica–, las cosas son valiosas porque se utilizan para un fin determinado: el cuchillo para cortar, la silla para sentarse, el vaso para beber, etcétera.

De hecho, una de las palabras griegas que puede traducirse por “cosas” es khrémata, substantivo correspondiente al verbo khráomai, que significa “usar”, “servirse de”. La riqueza consiste primariamente en las cosas que uso: esa y no otra es mi riqueza.

En la misma situación es posible que yo intercambie algún tipo de cosa con otra persona. Para sorpresa de un contemporáneo, ese intercambio no se produce mediante la compra y la venta, ni busca aprovecharse “económicamente”, sino establecer o reforzar vínculos entre personas o grupos de personas.

Se trata de la llamada economía del don: las cosas intercambiadas como regalos importan por su capacidad de enlazar a las personas. Quien recibe un don queda endeudado con el donante, lo que se traduce en una obligación de reciprocidad, lealtad y contraprestación. El intercambio expresa estatus: tanto más importante soy cuanto más puedo dar y más relaciones de obligación conmigo soy capaz de crear. Es una economía de prestigio: los dones expresan el prestigio personal del donante.

Por otra parte, las cosas que circulan como regalos tienen valor en función de variables –para nosotros– subjetivas. Es la noción de ágalma, que reúne tanto la belleza de una cosa como el deleite que suscita. Vale y deleita más un vestido tejido por las manos de Helena de Troya que otro –aunque fuera idéntico– tejido por una sirvienta cualquiera. Cuanta más biografía tiene una cosa tanto más valiosa resulta pues tanto más individualizada está.

El intercambio reflejado en los poemas homéricos es de esta clase: se posee riqueza susceptible de ser usada (tierra cultivable, ganado, caballos, textiles, calderos y otros enseres) y distribuida en contextos determinados (bodas, juegos atléticos, hospitalidad). La economía de prestigio se encuentra incrustada en el contexto ético, político y social.

Monetización

Supongamos ahora que, de entre las muchas cosas que hay en el mundo, se selecciona una para facilitar el intercambio, por ejemplo la plata. En este proceso, las cosas empiezan a adquirir, además de valor de uso, valor de cambio. Alguien ha sido el dueño de la chaqueta que llevo puesta no porque quisiera usarla, sino porque quería venderla a cambio de una cantidad de dinero. Este segundo valor es puramente cuantitativo. El valor de cambio constituye una postergación de las cualidades por las que una cosa es efectivamente la cosa que es.

En su Política, Aristóteles analiza la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. Un zapato tiene valor de uso porque me sirve para caminar con seguridad. Es el uso propio del zapato. Ahora bien, ese mismo zapato podría venderlo a cambio de cierta cantidad de plata, con la que podría adquirir algo que necesito en estos momentos, por ejemplo, un bolígrafo.

Aristóteles sostiene que he hecho un uso impropio del zapato, pues no está en la naturaleza misma del zapato ser objeto de cambio sino de uso. He pervertido el ser del zapato al venderlo en lugar de usarlo. No obstante, esta operación (zapato-moneda-bolígrafo) es para Aristóteles excusable en la medida en que redunda en mi adquisición del bolígrafo que necesitaba para escribir.

Pero el mal –por así decirlo– ya está hecho. Nada impide que alguien utilice plata para comprar bolígrafos y venderlos a un precio mayor del original. Aristóteles critica que, partiendo de la cantidad C, se obtenga un incremento de C mediante la venta de alguna cosa, por ejemplo Y, pues en este nuevo circuito (C-Y-C’) el final no es nada con valor de uso sino una cantidad que, por definición, tiene solo valor de cambio.

En esta misma línea, la mayor perversión que detecta Aristóteles consiste en el incremento de la cantidad de moneda a consecuencia no de la venta de algún bien, sino del préstamo de moneda. Un prestamista obtiene una cantidad mayor de plata a partir de una cantidad original simplemente porque la ha prestado con interés. ¿Qué hay de censurable, según Aristóteles, en el comportamiento del prestamista?

Economía ‘desincrustada’

Si en una economía incrustada los intercambios buscan establecer vínculos de dependencia, los intercambios monetarios expresan la independencia recíproca de los transactores. Si lo primero es personal, lo segundo es impersonal. No conozco a la persona que me ha vendido la chaqueta y tampoco quiero conocerla.

Esta impersonalidad y este desinterés es un motivo de preocupación para Aristóteles, quien todavía piensa desde dentro de la comunidad pólis, no desde una sociedad anónima hecha de individuos independientes los unos de los otros. Pero hay otras razones.

La selección de una cosa para funcionar como mediadora en los intercambios genera una esfera novedosa –convencional y artificiosa– en la que el valor es puramente cuantitativo y, por lo tanto, uniforme. Si hay una equivalencia (symmetría) entre zapatos y bolígrafos es porque, a cierto nivel, los zapatos y los bolígrafos son iguales: son traducibles a cierta sustancia homogénea sin diferencias cualitativas.

La ontología griega antigua impide aceptar una dimensión no física de igualación y abolición de las diferencias entre las cosas. Aristóteles piensa desde el ser cualitativo y diferencial: todavía asume que la realidad del zapato consiste en usarlo en virtud de sus propiedades físicas, las que me permiten caminar seguro.

Por último, el comerciante que busca incrementar su cantidad de plata, ¿qué quiere exactamente? ¿No le ocurrirá lo que al rey Midas quien, en su afán de adquirir oro, perdió todo lo valioso que tenía alrededor? No podía abrazar a su hija, no podía comerse el pescado, ya que oro se hacía lo que tocaba.

Algo así de simple a nuestros ojos esgrime Aristóteles contra el comportamiento económico. El fin de la vida humana es la vida plena, la vida feliz. Quien hace del dinero, que es medio, un fin, equivoca el fin. Y dado que el incremento cuantitativo es potencialmente ilimitado, su búsqueda será fútil y su infelicidad crónica, pues felicidad es consumación final: tener ya bastante y no necesitar más.

Lo que repugna a Aristóteles del comerciante y prestamista es, en definitiva, que la idea misma de fin haya llegado a su fin.

Aida Míguez Barciela, Profesora de Filosofía, Universidad de Zaragoza

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.


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