Santiago Iñiguez de Onzoño, IE University
La ira, también llamada furor, rabia, cólera, irritación o fiereza, es posiblemente el defecto más insoportable para los demás y el menos útil para el que la padece, porque sus consecuencias son contraproducentes. En primer lugar para el iracundo, hay estudios psicológicos que muestran los efectos negativos del berrinche en su salud.
Además, los efectos que algunos piensan que la ira procura en los otros –obediencia, congoja, compunción– en realidad se dan pocas veces, pues los destinatarios del enojo reaccionan de forma recíproca, elevando el tono, o se muestran ofendidos por el trato indebido. En ocasiones, las rabietas pueden incluso generar risa. A los furiosos se les considera insociables.
Las malas formas suelen desagradar a la mayoría, más todavía a los que muestran habitualmente buena educación con los otros. Personalmente, el comportamiento iracundo no suele inhibirme sino que puede llegar a provocarme un carcajeo interior.
Alaridos y berrinches
Uno de los episodios más vívidos en mi memoria, en el que fui abroncado severamente, sucedió mientras realizaba el servicio militar, entonces obligatorio en España. Como estudiante universitario, podía modular mi asistencia en varios periodos, compaginando estudios y milicia. Durante el módulo dedicado al estudio para acceder al grado de sargento, en la Academia de Infantería de Toledo, solíamos disfrutar de permisos los fines de semana.
En uno de ellos tenía previsto asistir a la boda de uno de mis mejores amigos, que se celebraba a un día de distancia en coche, de forma que difícilmente llegaría a tiempo para el toque de retreta el domingo. Se me ocurrió pedir autorización para llegar dos horas más tarde, ya en la noche. Por alguna extraña pirueta de los oficiales, supongo que malintencionada, mi solicitud llegó hasta al general de la academia, quien me llamó a su despacho.
– “¡Cuádrese!”, vociferó cuando entré.
A continuación soltó una serie de exabruptos relacionados con el cumplimiento de la disciplina, los horarios, y las normas, además de tacharme de insolente. Finalmente, me comunicó que esperaba que llegara puntual ese domingo o activaría mi arresto.
– “A sus órdenes mi general”, le respondí protocolariamente.
A lo que él respondió con un furibundo “puede retirarse”, quizás enojado por mi aparente calma.
Como comentaba, los baladros de extraños no me amedrentan, tan solo la amenaza real de violencia física, que intento eludir en todo momento. Finalmente asistí a la boda pero me ausenté del ágape posterior. Gracias a la conducción veloz de otro amigo logré llegar a tiempo para evitar cualquier sanción.
Al cabo de unos días, en el transcurso de un desfile, el general me llamó y me agradeció, en buen tono, que hubiera cumplido con su orden. Quizás fuera una muestra de condescendencia por su parte, pero reconozco que me fue indiferente. Solo recordaba a esa persona fuera de sí, en su despacho. Esa suele ser la imagen de los iracundos que queda en la memoria de sus víctimas. Verles apaciguados no elimina las reminiscencias de sus arrebatos.
El Purgatorio para los coléricos
La tercera grada del Purgatorio de la Divina Comedia de Dante está ocupada por los que purifican sus culpas por el pecado de ira. En ese espacio, el aire está henchido de fumarolas de ocre, que simbolizan la ceguera que padecen los consumidos por la rabia.
En la actualidad también se utiliza la expresión “estar cegado por la ira”. La incomodidad del humo que abrasa, además de la falta de visión y la asfixia, convierten este aro en uno de los más penosos del Purgatorio. Ninguna analogía con los placeres que se disfrutan en un baño turco.
El primero de los personajes que se encuentra Dante es la mujer de Pisístrato, un tirano de la Atenas del siglo IV antes de nuestra era que exige a su marido castigar a un pretendiente de su hija que intentó abrazarla. El consorte juzga la petición desmedida, un despropósito, y le corrige sobriamente: “¿Qué reservamos a quien mal nos quiere si condenamos a los que nos aman?”.
Otra de las escenas que contempla Dante en esta esfera es el martirio de San Esteban, que fue apedreado por una turba hasta su inmolación. En el momento de su sacrificio, el santo imploró el perdón de sus verdugos, lo que encendió en éstos una mayor animosidad.
La lapidación es, a mi entender, la única pena mortal donde el verdugo es un grupo, excluyendo el pelotón de fusilamiento. Este tipo de castigos, además de su crueldad y brutalidad, manifiestan cobardía, pero también el arrebato y enajenación de los que se encorajinan en grupo.
El linchamiento es una de las conductas más deplorables moralmente y nos recuerda la célebre frase del Evangelio: “Quien esté libre de culpa que tire la primera piedra”. Generalmente, el hooliganismo y la inquina colectiva suele derivar en castigos excesivos, carentes de las garantías que tendría un juicio justo. Las turbas son difíciles de controlar y siempre es deseable evitar encender a las masas con el discurso de odio. Desgraciadamente, el actual auge del populismo ha vuelto a generar este tipo de reacciones energúmenas e intolerantes, también los insultos generalizados en las redes sociales.
Posteriormente, Dante se encuentra con Marco Lombardo, un prócer de la época que se paseó por diversas cortes italianas, merced a su ocurrencia y sociabilidad, aunque también era conocido por sus ataques de cólera. Quizás ese carácter fue lo que le llevó a rotar por distintas ciudades porque, normalmente, los coléricos arruinan las fiestas.
Lo opuesto a la ira, en el espectro de los vicios, sería la mansedumbre extrema, la apatía frente a cualquier suceso que vivimos. En la concepción aristotélica de la virtud, como mitad entre los extremos, se encuentra la templanza, el autocontrol responsable. En suma, el equilibrio personal.
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Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.