Juan Signes Codoñer, Universidad Complutense de Madrid
En 1830 el viajero y periodista alemán Jakob Philipp Fallmerayer afirmó que “la raza helena está hoy extinguida en Europa” y que “ni una sola gota de sangre helena pura y sin mezcla fluye en las venas de la población cristiana de la actual Grecia”.
Al hacerlo, rompió el mito de la continuidad “racial” entre antiguos y modernos griegos, favorecida por los románticos europeos que habían apoyado la independencia de Grecia del Imperio Otomano.
Sin duda Fallmerayer tenía sus motivaciones políticas, pues era defensor de la causa otomana. Pero hoy resulta evidente que los modernos griegos descienden de la mezcla de múltiples poblaciones que a lo largo de los siglos se helenizaron en el ámbito del Mediterráneo oriental. También que buena parte de los modernos turcos no descienden de las estepas de Asia central, sino de antiguos griegos convertidos al islam.
Debemos aplicar una visión similar a los modernos judíos y dejar de presentarlos como descendientes directos de los antiguos hebreos de la diáspora. El problema es complejo, pero no se debe plantear en términos de sangre o genealogía, pues ello llevaría a situaciones paradójicas. Por ejemplo, que muchos judíos y cristianos de Oriente Próximo que se convirtieron al Islam son ancestros de los modernos palestinos.
Me limitaré aquí a hacer unas rápidas consideraciones sobre los judíos helenófonos, hoy un grupo muy minoritario frente a los asquenazis o sefardíes que, sin embargo, hace siglos constituían una boyante comunidad extendida por amplias zonas del Mediterráneo.
Del hebreo al griego
La identidad judía se preservó durante siglos en el Oriente mediterráneo por medio de la religión. Esta utilizaba los textos sagrados hebreos y toda la tradición interpretativa de las leyes (especialmente el Talmud) como cimiento comunitario. El hebreo, la lengua sagrada, debía ser aprendido, porque las comunidades judías hablaban naturalmente otras lenguas. Entre ellas, de forma destacada, el griego.
Ya en el siglo III a. e. c., la comunidad judía de Egipto tradujo el Antiguo Testamento al griego para servirse de él ante el desconocimiento que buena parte de sus miembros tenía del hebreo. El conflicto se repetía en tiempos del emperador Justiniano (527-565), quien, en su Novela 146, escribía:
“Debido a las peticiones que los judíos nos han dirigido nos enteramos de que algunos de ellos solo se atienen a la lengua hebrea y quieren servirse de ella para la lectura de los libros sagrados, mientras que otros consideran necesario que se añada la griega y han disputado sobre esta cuestión entre ellos por mucho tiempo”.
El emperador, lógicamente, autorizó el uso de la lengua griega en la sinagoga.
Entre ambos episodios habían transcurrido casi 900 años en los que los judíos de Oriente se comunicaron en griego y algunos, como Filón de Alejandría, redactaron en esta lengua sus escritos. La predicación de Pablo, judío de origen, se había hecho también en griego.
Tras la cristianización del imperio, encontramos incluso sinagogas en los siglos V-VI, como la de Beit She’an en Galilea o la de Dura Europos en Siria, que usan imágenes tal como hacían los griegos en sus templos.
Judíos y romanos
Cuando el Imperio romano se helenizó y convirtió en lo que hoy llamamos Bizancio, un proceso iniciado precisamente por Justiniano, los judíos helenófonos pasaron a considerarse “romaniotas”. Hasta la caída de Constantinopla en 1453 usaron el griego como lengua materna y se mezclaron con la población local.
Sin duda hubo guetos y persecución de la comunidad judía (queda abundante legislación imperial que lo demuestra y no faltan noticias de persecuciones en las fuentes). Emperadores como Justiniano I (527-565), Heraclio (610-641), León III (717-741) y Basilio I (867-886) fueron especialmente activos en la persecución y conversión forzosa de judíos. Sin embargo, eso no evitó la interacción entre comunidades y que no solo judíos se convirtieran a otras religiones (debido a la presión de las autoridades) sino que comunidades no judías, de procedencia diversa, se convirtieran al judaísmo:
- Los janes del imperio jázaro, que dominó parte del Cáucaso y de la actual Ucrania, se convirtieron al judaísmo entre los siglos VIII-IX, lo que les confirió una identidad propia frente a los pueblos cristianos y musulmanes con los que estaban en contacto y hace sospechar que sus motivos no fueron exclusivamente religiosos. A pesar de su procedencia túrquica, los janes llegaron a utilizar el hebreo en su cancillería y mantuvieron correspondencia con Hasday Ibn-Shaprut, médico y diplomático judío en la corte califal cordobesa del siglo X. Sabemos que el emperador Constantino VII Porfirogénito (912-959), que envió varias embajadas a Al-Ándalus, facilitó esos contactos que, necesariamente, pasaban por Constantinopla.
- Benjamín de Tudela, un viajero judío que recorrió el Imperio bizantino en el siglo XII, escribió en la crónica de su viaje a propósito de la Valaquia (la zona montañosa del Epiro, en los Balcanes) que los nombres de sus habitantes “son de origen judío y que algunos dicen incluso que ellos eran judíos, una nación a la que llaman hermana. Cuando se encuentran con un israelita le roban, pero nunca lo matan, como hacen con los griegos”. Esta descripción puede parecer chocante e incluso absurda, pero es indicio de que la permeabilidad entre las creencias era mayor en zonas marginales del Imperio.
- Curiosa es también la descripción que hace una crónica constantinopolitana del siglo X, la llamada Continuación de la Crónica de Teófanes (“Theophanes Continuatus”), de las creencias religiosas del emperador Miguel II de Amorio (820-829), que supuestamente profesaba el iconoclasmo, es decir, el rechazo a las imágenes religiosas. Según esta fuente, el emperador es descrito como miembro de la secta de los atinganos (los “intocables”), cuyos líderes eran judíos y cuyos fieles seguían la ley de Moisés.
El mundo medieval no era menos multicultural y multiétnico de lo que puede ser el actual. Las grandes migraciones de pueblos tuvieron lugar en este periodo. Los judíos no fueron ajenos a estas mezclas y presentarlos hoy como descendientes sanguíneos de los antiguos hebreos tiene tan poca base histórica como en el caso griego.
El antisemitismo no puede combatirse con argumentos identitarios basados en la sangre, pues las identidades milenarias, como la judía y la griega, se construyen culturalmente, con la lengua y la religión, no con la “raza”. Estas apelaciones a la raza solo sirven para crear falsas legitimidades históricas como la que está en la base del moderno sionismo y su proyecto de colonización de Palestina, un proyecto que es básicamente europeo y no semita.
Juan Signes Codoñer, Catedrático de Filologia Griega, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.